RECUERDOS DE JUVENTUD
FRAGMENTOS:
La recepción a Baquedano en Santiago
Arturo Alessandri Palma
Artes y Letras El Mercurio domingo 22 de noviembre de 2009
Artes y Letras El Mercurio domingo 22 de noviembre de 2009
Corría el mes de marzo de 1881. Yo había regresado de mis primeras vacaciones de colegial pasadas en Curicó en el fundo de mi padre, "San Pedro del Romeral". Empezaba mi segundo año, de colegio de interno dos años más tarde de lo que se deseaba, debido a una gravísima enfermedad intestinal que me tuvo luchando entre la vida y la muerte por mucho tiempo.
El espíritu público se agitaba y conmovía ante la noticia de que, destruido totalmente el poder militar del Perú en las batallas de Chorrillos y Miraflores, era probable que el General Baquedano, seguido de una gran parte del ejército vencedor, regresara a Santiago. La esperanza se convirtió en realidad, se fijó para el 14 de marzo la entrada triunfal a Santiago de los gloriosos soldados de Chile.
A medida que la fecha fijada se acercaba, cundía el entusiasmo en la opinión pública y adquiría los caracteres de un verdadero delirio. La gente iba y venía precipitadamente por las calles, presa de grande agitación; en los paseos públicos, en las reuniones, en los centros sociales, en las casas particulares, en los colegios, en todas partes se comentaba con frenesí el suceso por venir. Se estimaba que transcurrían con mucha lentitud los minutos que nos separaban del momento en que pudiéramos ver y encontrar cerca de nosotros a los heroicos y gloriosos soldados que, cubiertos todavía con el polvo de los combates, venían a descargar en el suelo de la patria los laureles conquistados en el campo de batalla.
Los preparativos
Empezaron nerviosamente los preparativos para la recepción. La Alameda de las Delicias fue cubierta de grandes arcos de triunfo, llenos de ramas, flores, escudos e inscripciones con los nombres de las batallas ganadas y de los jefes y oficiales distinguidos que llegaban y también de los muertos que habían preferido el camino de la inmortalidad.
Los grandes arcos de triunfo las banderas, los escudos colgados en postes diseminados a todo lo largo del trayecto que recorrería el ejército hasta la Plaza de Armas por calle del Estado y Ahumada, semejaban un inmenso bosque nacido y cultivado por el patriotismo y por la gratitud de un pueblo.
Desde la estatua de San Martín, que estaba en el sitio ocupado hoy por una pila, entre las calles Dieciocho y San Ignacio, por el sur, y San Martín y Manuel Rodríguez por el norte, hasta la calle del Estado, se habían construido palcos a uno y otro lado de la Alameda, para presenciar el desfile.
El día trece de marzo por la tarde, salimos a nuestras casas con asueto decretado por tres días. El tío Mendeville había tomado un palco que estaba precisamente en una punta de los del lado norte, frente a la esquina de la calle de San Martín con Alameda de las Delicias.
Mi padre había venido especialmente del campo para presenciar el acto.
La llegada de los regimientos
Los trenes con los regimientos que regresaban llegaron a la Estación Central, la única que existía por aquellos años, muy de madrugada. Las tropas desembarcaban a lo largo de la Alameda de Matucana, en donde eran atendidas por comisiones especiales.
Como a las dos de la tarde entró a la Estación Central el tren en donde venía el General Baquedano, su estado mayor y el Almirante Riveros con el suyo. El General fue recibido en medio de las aclamaciones enloquecidas y delirantes de la multitud inmensa congregada en el andén y en los alrededores. Se le dio la bienvenida por una autoridad local, seguida de un ligero lunch en uno de los salones de la Estación. A las tres de la tarde, en punto, emprendió la marcha hacia el centro por el medio de la Alameda, en compañía de su Estado Mayor.
En el palco
A las dos de la tarde, dominados por la impaciencia y por la necesidad de ponernos a cubierto de la contingencia que la inmensa muchedumbre nos impidiera llegar hasta el palco, nos encontramos todos apretujados dentro de él, antes que el General saliera de la Estación. Tomaron asiento la tía Elcira y sus tres hijos, el tío Mendeville, mi padre, mi hermano José Pedro, el tío Juan Lagarrigue, viudo hacía muchos años de la tía Aurora, algunos de sus hijos y varios amigos a quienes yo no conocía.
Como los asientos estaban todos ocupados y siendo yo el más niño de la concurrencia, con gran contentamiento de mi parte, se me asignó un puesto al lado de la baranda, donde debía permanecer de pie y afirmado en ella. Así vería mejor el espectáculo que todos anhelosos esperábamos.
Una emoción indescriptible
Tan pronto como hube tomado posesión de mi puesto, sentí una emoción indescriptible al contemplar como un mar inmenso de cabezas humanas, al frente de nosotros, por los lados y en toda la extensión de la Alameda hacia el Oriente y el Poniente, sin que la vista alcanzara a ver el principio ni el fin de aquella masa compacta de gente agitada y nerviosa. Toda la población de Santiago, sin duda, incrementada con gentes venidas de toda la República que eran vaciadas a torrentes por los trenes que se sucedían y se habían dado cita allí en aquellos momentos tan solemnes para la vida nacional. La multitud crecía y crecía por momentos y sin interrupción; era aquél un mar humano sin fondo ni orillas.
El abrazo de Aníbal Pinto
Pasadas las cuatro de la tarde se sintió un vigoroso murmullo, como el eco de una tempestad lejana que crece y se agiganta por momentos. Parecía que una corriente eléctrica agitara al mar humano que nos rodeaba, hasta condensarla en inmensas olas que se formaban, crecían y desparramaban a través del espacio: el vencedor que se aproximaba. Minutos después, a poquísima distancia de nuestro palco, bajo el arco monumental erigido por la Municipalidad frente a la estatua de San Martín, el General Baquedano y su comitiva se detuvieron ante el palco del Presidente de la República, don Aníbal Pinto, que estaba situado allí. Vi cuando el General detuvo su caballo, saludó militarmente con la espada, echó pie a tierra y se dirigió hacia el Presidente, con quien se mantuvo unido por un largo y estrecho abrazo. Aquellos dos hombres, ligados por los vínculos de una vieja y sincera amistad, representaban en esos momentos a Chile, con sus grandezas pasadas y con sus glorias del presente. La inmensa muchedumbre lo comprendió así. Estalló una ovación clamorosa y formidable que se prolongó durante largos minutos. . (...)
El espíritu público se agitaba y conmovía ante la noticia de que, destruido totalmente el poder militar del Perú en las batallas de Chorrillos y Miraflores, era probable que el General Baquedano, seguido de una gran parte del ejército vencedor, regresara a Santiago. La esperanza se convirtió en realidad, se fijó para el 14 de marzo la entrada triunfal a Santiago de los gloriosos soldados de Chile.
A medida que la fecha fijada se acercaba, cundía el entusiasmo en la opinión pública y adquiría los caracteres de un verdadero delirio. La gente iba y venía precipitadamente por las calles, presa de grande agitación; en los paseos públicos, en las reuniones, en los centros sociales, en las casas particulares, en los colegios, en todas partes se comentaba con frenesí el suceso por venir. Se estimaba que transcurrían con mucha lentitud los minutos que nos separaban del momento en que pudiéramos ver y encontrar cerca de nosotros a los heroicos y gloriosos soldados que, cubiertos todavía con el polvo de los combates, venían a descargar en el suelo de la patria los laureles conquistados en el campo de batalla.
Los preparativos
Empezaron nerviosamente los preparativos para la recepción. La Alameda de las Delicias fue cubierta de grandes arcos de triunfo, llenos de ramas, flores, escudos e inscripciones con los nombres de las batallas ganadas y de los jefes y oficiales distinguidos que llegaban y también de los muertos que habían preferido el camino de la inmortalidad.
Los grandes arcos de triunfo las banderas, los escudos colgados en postes diseminados a todo lo largo del trayecto que recorrería el ejército hasta la Plaza de Armas por calle del Estado y Ahumada, semejaban un inmenso bosque nacido y cultivado por el patriotismo y por la gratitud de un pueblo.
Desde la estatua de San Martín, que estaba en el sitio ocupado hoy por una pila, entre las calles Dieciocho y San Ignacio, por el sur, y San Martín y Manuel Rodríguez por el norte, hasta la calle del Estado, se habían construido palcos a uno y otro lado de la Alameda, para presenciar el desfile.
El día trece de marzo por la tarde, salimos a nuestras casas con asueto decretado por tres días. El tío Mendeville había tomado un palco que estaba precisamente en una punta de los del lado norte, frente a la esquina de la calle de San Martín con Alameda de las Delicias.
Mi padre había venido especialmente del campo para presenciar el acto.
La llegada de los regimientos
Los trenes con los regimientos que regresaban llegaron a la Estación Central, la única que existía por aquellos años, muy de madrugada. Las tropas desembarcaban a lo largo de la Alameda de Matucana, en donde eran atendidas por comisiones especiales.
Como a las dos de la tarde entró a la Estación Central el tren en donde venía el General Baquedano, su estado mayor y el Almirante Riveros con el suyo. El General fue recibido en medio de las aclamaciones enloquecidas y delirantes de la multitud inmensa congregada en el andén y en los alrededores. Se le dio la bienvenida por una autoridad local, seguida de un ligero lunch en uno de los salones de la Estación. A las tres de la tarde, en punto, emprendió la marcha hacia el centro por el medio de la Alameda, en compañía de su Estado Mayor.
En el palco
A las dos de la tarde, dominados por la impaciencia y por la necesidad de ponernos a cubierto de la contingencia que la inmensa muchedumbre nos impidiera llegar hasta el palco, nos encontramos todos apretujados dentro de él, antes que el General saliera de la Estación. Tomaron asiento la tía Elcira y sus tres hijos, el tío Mendeville, mi padre, mi hermano José Pedro, el tío Juan Lagarrigue, viudo hacía muchos años de la tía Aurora, algunos de sus hijos y varios amigos a quienes yo no conocía.
Como los asientos estaban todos ocupados y siendo yo el más niño de la concurrencia, con gran contentamiento de mi parte, se me asignó un puesto al lado de la baranda, donde debía permanecer de pie y afirmado en ella. Así vería mejor el espectáculo que todos anhelosos esperábamos.
Una emoción indescriptible
Tan pronto como hube tomado posesión de mi puesto, sentí una emoción indescriptible al contemplar como un mar inmenso de cabezas humanas, al frente de nosotros, por los lados y en toda la extensión de la Alameda hacia el Oriente y el Poniente, sin que la vista alcanzara a ver el principio ni el fin de aquella masa compacta de gente agitada y nerviosa. Toda la población de Santiago, sin duda, incrementada con gentes venidas de toda la República que eran vaciadas a torrentes por los trenes que se sucedían y se habían dado cita allí en aquellos momentos tan solemnes para la vida nacional. La multitud crecía y crecía por momentos y sin interrupción; era aquél un mar humano sin fondo ni orillas.
El abrazo de Aníbal Pinto
Pasadas las cuatro de la tarde se sintió un vigoroso murmullo, como el eco de una tempestad lejana que crece y se agiganta por momentos. Parecía que una corriente eléctrica agitara al mar humano que nos rodeaba, hasta condensarla en inmensas olas que se formaban, crecían y desparramaban a través del espacio: el vencedor que se aproximaba. Minutos después, a poquísima distancia de nuestro palco, bajo el arco monumental erigido por la Municipalidad frente a la estatua de San Martín, el General Baquedano y su comitiva se detuvieron ante el palco del Presidente de la República, don Aníbal Pinto, que estaba situado allí. Vi cuando el General detuvo su caballo, saludó militarmente con la espada, echó pie a tierra y se dirigió hacia el Presidente, con quien se mantuvo unido por un largo y estrecho abrazo. Aquellos dos hombres, ligados por los vínculos de una vieja y sincera amistad, representaban en esos momentos a Chile, con sus grandezas pasadas y con sus glorias del presente. La inmensa muchedumbre lo comprendió así. Estalló una ovación clamorosa y formidable que se prolongó durante largos minutos. . (...)
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