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Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Sunday, August 16, 2009

último encuentro Alfonso Calderón junto a Carla Cordua, Matías Rivas y
Roberto Merino.
Foto: gentileza de Roberto Merino
Alfonso Calderón 1930-2009:

Un hombre de todas las épocas

Entre los múltiples intereses y búsquedas del autor recién fallecido, destaca la labor que cumplió con Joaquín Edwards Bello. Lo leyó desde los trece años y recién en 1964 lo trató directamente, cuando se le ocurrió hacer las compilaciones de sus crónicas.

El Mercurio Revista de Libros 15 de agosto de 2009

Roberto Merino
Cualquier ubicación generacional sería improcedente en el caso de Alfonso Calderón. Era algo así como un hombre de todas las épocas. A veces, con Matías Rivas -cuestión que él nunca supo- lo imaginábamos caminando rápido por las calles de la Roma de Marcial, saliendo de los archivos imperiales, subiendo las escalinatas del foro, riéndose en una conversación de esquina de algún paniaguado o defendiéndose de peligrosos detractores.
Su conversación producía una sensación de intemporalidad, me parece que a causa de haber conocido a demasiada gente a través de los años. Fue uno de esos jóvenes a los que les gusta alternar con los viejos y, más tarde, un viejo que conversaba con los jóvenes.
Había conocido en su juventud, por ejemplo, a Ernesto Montenegro, un autor contemporáneo de Pezoa Véliz hoy un tanto olvidado. Uno le planteaba una duda de cierta oscuridad sobre Ernesto Montenegro y él se ponía sin dilación a despejar las sombras del olvido. Nos contaba que Montenegro vivió sus últimos años en la Sociedad de Escritores y que en la redacción de no sé qué revista le estaba permitido usar la máquina de escribir antes de que comenzara la jornada laboral. Dos días después llegaba con un libro de Ernesto Montenegro de regalo.
A la vez ubicaba a todos los columnistas de los diarios actuales. A veces, cuando uno publicaba una columna que motivaba su interés, llamaba por teléfono el domingo a las 8 y media de la mañana, para felicitar y hacer un par de comentarios. Se levantaba muy temprano. Daba la impresión de que a las 8 y media de la mañana ya había esperado suficiente rato para llamar. Se producía en esas circunstancias un fenómeno raro: él parecía totalmente lúcido en sus afirmaciones y conceptos, mientras uno, arrastrando aún la borra del sueño, no atinaba más que a emitir algunas frases entrecortadas.
A raíz de su muerte, Raúl Zurita recordó los ojos de Calderón: claros y un poco humedecidos. Cecilia García-Huidobro, en su intervención en el responso final, recordó la semi-sonrisa de Calderón, que anticipaba una ironía fría, graciosa y demoledora. Arturo Infante recordó su permanente apuro, acaso su característica más reconocible, lo que lo emparentaba en cierta forma con el conejo de Alicia en el país de las maravillas . Me parece que éste era un recurso que utilizaba para evitar los plantones que suelen darnos en la calle los lateros. Por el mismo motivo, su maestro Edwards Bello hacía algo parecido: caminaba por el centro con la mirada fija en un punto lejano.
Sufrí alguna vez el sarcasmo que Calderón anunciaba con la semi-sonrisa. Fue en 1987, cuando yo trabajaba de planta y él colaboraba en la revista Apsi. Me tocó corregir un artículo suyo y dejé la expresión "se mata" en vez de "se trata". No me cuestioné el sinsentido, porque Calderón escribía en ese momento de una manera muy abierta. El hecho es que apareció fingiendo indignación una mañana y dijo, sobre la persona que había corregido el texto, que no había que tratar con ella sino que había que matarla.
Durante años yo intercambié frases fugaces con él en la calle, cuando nos encontrábamos, pero últimamente habíamos afianzado una relación que él definió, para que no hubiera ambigüedades, como amistad. Esta declaración valía también para Matías Rivas. Lo entusiasmaban los almuerzos periódicos que teníamos los tres en el restaurante Squadritto, apellido que por lo demás le pertenecía. Nos juntábamos porque nos asesoraba en la publicación de las Crónicas reunidas de Joaquín Edwards Bello. Yo llegaba a la hora exacta de la cita y Alfonso ya estaba instalado en una mesa. Invariablemente, a las tres de la tarde, suspendía la conversación y se iba en un radiotaxi.
Estas reuniones se regían por un temario no explícito. Con Rivas hablaban de Leiris, de Leautaud, de Barrés, de Aragon. Conmigo el asunto gravitaba más bien en torno a chilenidades literarias y callejeras. El otro tema era, por cierto, Edwards Bello.
La relación de Alfonso con Edwards Bello, al menos en su calidad de lector, venía desde que tenía trece años. Recortaba y pegaba todas las semanas las crónicas del atrabiliario escritor. Lo trató directamente recién en 1964, cuando trabajaba en Zig-Zag y se le ocurrió hacer las compilaciones de crónicas que a tantos nos han marcado después. Se presentó en la casa de la calle Santo Domingo y Edwards Bello lo recibió con una pesadez. Le preguntó de dónde era y Calderón, que había vivido un tiempo en La Serena, le dijo que venía del norte. Edwards lo interrumpió: "Ah, sí, son todos ladrones por allá". Luego le dijo que por ningún motivo le permitiría hacer libros con sus crónicas. Para él, las crónicas se morían con los diarios. Doña Marta Albornoz, la señora de Edwards, le hizo por detrás a Alfonso un gesto de inteligencia que quería decir: déjemelo a mí, ya verá como lo convenzo.
Es curioso que en los últimos días Alfonso hablara tanto de la muerte, aunque jamás en términos dramáticos, sino más bien prácticos. A Rivas y a mí nos dijo que no nos sintiéramos obligados a ir al cementerio cuando se muriera, porque a él mismo le cargaba ir a los funerales: no le gustaba ir a hacer "reconocimiento de cancha". A una de sus hijas le recomendó no llevar cartera al cementerio, porque había sabido de la existencia de mafias de rateros que se aprovechaban de la distracción de los deudos.
Me parece que la última foto de Alfonso Calderón fue tomada a la salida del Squadritto, en la calle Rosal, la semana anterior a que muriera. En la imagen están además Carla Cordua, Rivas y yo. Ajenos a la pose, Carla y Alfonso no paraban de hablar, lo que tenía incómodo al fotógrafo ("después salen mal y me echan la culpa a mí", decía). El hecho es que el tema que les merecía tanto entusiasmo era precisamente la muerte. Refutaban con ímpetu a la gente que cree que la muerte puede ser controlada.
Despedida de un amigo
Escribir es un acto de liberación imaginativa. Las palabras son letras. Allí, se organizan. Se estructuran en zonas de amor, de reproches, de furias, de penas. Hay invenciones en todo esto.
Calderón ha sido un grande, un enorme escriba. Sentado, caminante, dormitando, viajero. Integrando reuniones de amigos nacionales e internacionales. Con sus pequeñas y grandes historias. Calderón multiplicó sus trabajos. Muchos volúmenes. La valija de Rimbaud , uno de sus más celebrados libros. En la línea del Diario de Julien Green. O de los Diarios de Luis Oyarzún.
Se trata de dos poderosos intelectuales que han vivido en esto de "ser unos hombres que son todos los hombres".
Calderón, padre de familia, profesor, confirmado explorador de la vida, las bibliotecas, las familias, los países, los frentes de combate, y las sucesivas y explosivas reuniones de amigos y amigas, en tradiciones sencillas. Calderón y sus hijos, y sus barrios en las grandes ciudades. Y las escuelas y las universidades. Explicando que "un hombre puede llegar a ser todos los hombres".
El tiempo, las metáforas, los adjetivos luminosos, las ideas sin opositoras. En todos los países. El amor, las amistades, las familias, los feroces tiempos políticos, y eso de "en todas partes, digo tu nombre".
Fecundo, de muchos libros. Totales que sobrepasan trabajos de más de dos mil páginas. En el aquí y el afuera de estos mundos. Privado y, a la vez, comunicado, amigo.
Con enorme cariño y todas las admiraciones, en prosas y en versos, estamos despidiéndolo. Hay que ser niño, adolescente, hombre. Viajero. Declara admirar con mucho amor el cielo azul de Navidad. La que está por llegar. Las muchas que vendrán. Y el Gran Cielo Azul del mundo, traje de ceremonias que simbolizan fidelidades, fe, la vida.
Calderón, Alfonso, vive; respira, produce puentes entre los silencios y los cántigos. Es, fue, una de las poderosas plumas de gran parte de nuestras creaciones.
Con enormes admiraciones, le abrazamos. Le despedimos.

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