LA NOBLE TRIBU DE LOS COLECCIONISTAS DE LIBROS
Pedro Gandolfo
El Mercurio Sábado 05 de Septiembre de 2009
Comprar, leer, gozar
El "consumo" del libro se despliega en dos momentos esencialmente distintos: el momento de su compra y el de su lectura. El 50 por ciento o más de mi biblioteca está formada por libros que he comprado pero no he leído (y no leeré). Hace cerca de una década, haciendo un cálculo razonable de mis expectativas de vida (más allá, incluso, de las estadísticas oficiales) y conjugado con mi ritmo -sin duda decreciente- de lectura, me di cuenta de que nunca habría de alcanzar a leerlos todos y decidí, juiciosamente, no comprar más. Por supuesto que he seguido comprando, con independencia de esa estimación, y preveo que lo seguiré haciendo tan sólo con un pasajero arrepentimiento.
El comprar libros, poseerlos y disponerlos en los libreros luego de una distraída hojeada es un goce en sí mismo (hay, por cierto, personas a las que se les pasa la mano y se atascan del todo en este momento).
La segunda fase, la lectura, puede proporcionar también un gozo, pero -lo confieso- es más lento, azaroso, excepcional y menos eficaz que el de comprarlos.
No se trata, quiero aclarar, de acumularlos (ese apetito se vincula con la noble tribu de los coleccionistas), sino simplemente de comprarlos. Digamos, por consiguiente, que pertenezco al segmento de consumidores ideal para las empresas editoriales y las librerías. Pero de mi particular experiencia se sigue una ley universal en que usted, estimado lector, con su habitual sentido común, convendrá conmigo: la compra de un libro no implica necesariamente su lectura (¡y para qué decimos una "buena lectura"!). Y la regla contraria también es verdadera: la lectura de un libro no implica la compra previa. Hoy, en efecto, además del préstamo amical (que es indispensable reivindicar y fomentar) y la red de bibliotecas públicas, una buena parte de la literatura universal está disponible de modo gratuito en internet. Es posible conjeturar que esta separación entre lectura y compra se ampliará sanamente en el futuro: usted, si es muy joven (como se lo deseo con toda sinceridad), podrá leer hasta morir sin comprar un solo libro.
El dogma aceptado impone, al revés, un falso doble vínculo: la compra implica siempre lectura y, lo que es más incierto, que aquélla y ésta, por sí solas, envuelven la apreciación positiva de lo leído. Por desgracia, como tantas otras cosas que establecen distancias entre su apariencia y contenido, el libro puede propinar un desleal ensarte a su poseedor: lo compramos, intentamos leerlo y puede resultar, tarde o temprano, una gran decepción. Al final, ese juicio de goce es secreto e inescrutable.
El "consumo" del libro se despliega en dos momentos esencialmente distintos: el momento de su compra y el de su lectura. El 50 por ciento o más de mi biblioteca está formada por libros que he comprado pero no he leído (y no leeré). Hace cerca de una década, haciendo un cálculo razonable de mis expectativas de vida (más allá, incluso, de las estadísticas oficiales) y conjugado con mi ritmo -sin duda decreciente- de lectura, me di cuenta de que nunca habría de alcanzar a leerlos todos y decidí, juiciosamente, no comprar más. Por supuesto que he seguido comprando, con independencia de esa estimación, y preveo que lo seguiré haciendo tan sólo con un pasajero arrepentimiento.
El comprar libros, poseerlos y disponerlos en los libreros luego de una distraída hojeada es un goce en sí mismo (hay, por cierto, personas a las que se les pasa la mano y se atascan del todo en este momento).
La segunda fase, la lectura, puede proporcionar también un gozo, pero -lo confieso- es más lento, azaroso, excepcional y menos eficaz que el de comprarlos.
No se trata, quiero aclarar, de acumularlos (ese apetito se vincula con la noble tribu de los coleccionistas), sino simplemente de comprarlos. Digamos, por consiguiente, que pertenezco al segmento de consumidores ideal para las empresas editoriales y las librerías. Pero de mi particular experiencia se sigue una ley universal en que usted, estimado lector, con su habitual sentido común, convendrá conmigo: la compra de un libro no implica necesariamente su lectura (¡y para qué decimos una "buena lectura"!). Y la regla contraria también es verdadera: la lectura de un libro no implica la compra previa. Hoy, en efecto, además del préstamo amical (que es indispensable reivindicar y fomentar) y la red de bibliotecas públicas, una buena parte de la literatura universal está disponible de modo gratuito en internet. Es posible conjeturar que esta separación entre lectura y compra se ampliará sanamente en el futuro: usted, si es muy joven (como se lo deseo con toda sinceridad), podrá leer hasta morir sin comprar un solo libro.
El dogma aceptado impone, al revés, un falso doble vínculo: la compra implica siempre lectura y, lo que es más incierto, que aquélla y ésta, por sí solas, envuelven la apreciación positiva de lo leído. Por desgracia, como tantas otras cosas que establecen distancias entre su apariencia y contenido, el libro puede propinar un desleal ensarte a su poseedor: lo compramos, intentamos leerlo y puede resultar, tarde o temprano, una gran decepción. Al final, ese juicio de goce es secreto e inescrutable.
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