domingo 18 de febrero de 2007
El valor de las apostillas
Mientras, para esconderlos de mis sobrinos, escogía los libros que no necesito tener a mano, me encontré con Demian, de Hermann Hesse, que en épocas de adolescencia me causó alguna efímera conmoción. Es una edición barata, como todas las que podía comprar en esa época, de la colección “Biblioteca Moderna”, de la Editorial Argonauta, de Buenos Aires, fechada en 1974. La notable traducción es de Luis López Ballesteros.Lo abrí al azar en una de sus páginas de papel roneo, que resultó ser la 109, y vi que un visto bueno marcado al margen derecho, con lápiz grafito, llamaba la atención sobre una línea en que se leía: “Lo que no está también en nosotros mismos, nos deja indiferentes”. Marcas semejantes había en varias partes.No quiero ahora referirme a esa novela; lo haré después, porque acabé releyéndola. Lo que quiero comentar ahora es el efecto que me produjo el hecho mismo de encontrar esas marcas, en sí mismo insignificante, pero que me pilló desprevenido.Si bien me acordaba de la novela y más o menos de qué trataba, no pude recordar exactamente cuándo la leí, es decir, en qué momento preciso de mi vida me pareció importante registrar esas ideas ni por qué motivo me pareció importante destacarlas. Supongo que entre lo uno y lo otro debe de haber una relación, pues había entre ellas cosas que hoy me parecen nimias u otras que ya perdieron tanto su sentido para mí que, de atravesárseme en alguna lectura actual, las pasaría sin problemas. Sin embargo, para el que era yo en ese tiempo, fueron dignas de memoria.Lo importante fue, por tanto, la necesidad que este hallazgo doméstico me impuso de procurar reconstruir a un lector que hace unos veinte años leía Demian y marcaba con un visto bueno párrafos y frases. Ese lector no era yo. Sí era yo, pero un yo histórico, pretérito, olvidado. Como diría Neruda en ese manido verso: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.Me guardaré los resultados del experimento. Releí el libro enfocado no tanto en el relato como en las impresiones que el mismo me producía para averiguar, en un esfuerzo de anámnesis, las que pudo haberme dejado la primera vez. En otras palabras, la tarea que me propuse fue hacer vida, desde una perspectiva particular, lo que los filósofos y los juristas hermenéuticos proponen cuando afirman que todo empeño de interpretar un texto es un empeño de autointerpretación del intérprete.Por estos días ya no apostillo con los ambiguos signos de visto bueno, sino con varias letras cuyo significado se ha ido afinando con el tiempo. No es lo mismo señalar el lugar de una duda que el de una afirmación que nos parece aberrante, o bien la línea en que descubrimos un dato útil, una información conveniente, o en que vemos confirmado con mejores palabras lo que vagamente ya pensábamos por nosotros mismos. Además, ya no leo con voracidad, sino que soy fiel al adagio latino: non multum sed multa. No quiero leer muchos libros; quiero leer mucho. Así que, luego que cierro cada libro he adquirido la costumbre de escribir sobre él, ayudado por los signos que he dejado en el camino. Aunque sea un parrafito: siempre es bueno comentar, reseñar, criticar cada libro.
Así nos defendemos de la mala memoria y dejamos testimonio del lector que un día fuimos y que en el futuro ya no seremos, pues, según me dijo alguien que no recuerdo, lo que no está también en nosotros mismos, nos deja indiferentes.
Mientras, para esconderlos de mis sobrinos, escogía los libros que no necesito tener a mano, me encontré con Demian, de Hermann Hesse, que en épocas de adolescencia me causó alguna efímera conmoción. Es una edición barata, como todas las que podía comprar en esa época, de la colección “Biblioteca Moderna”, de la Editorial Argonauta, de Buenos Aires, fechada en 1974. La notable traducción es de Luis López Ballesteros.Lo abrí al azar en una de sus páginas de papel roneo, que resultó ser la 109, y vi que un visto bueno marcado al margen derecho, con lápiz grafito, llamaba la atención sobre una línea en que se leía: “Lo que no está también en nosotros mismos, nos deja indiferentes”. Marcas semejantes había en varias partes.No quiero ahora referirme a esa novela; lo haré después, porque acabé releyéndola. Lo que quiero comentar ahora es el efecto que me produjo el hecho mismo de encontrar esas marcas, en sí mismo insignificante, pero que me pilló desprevenido.Si bien me acordaba de la novela y más o menos de qué trataba, no pude recordar exactamente cuándo la leí, es decir, en qué momento preciso de mi vida me pareció importante registrar esas ideas ni por qué motivo me pareció importante destacarlas. Supongo que entre lo uno y lo otro debe de haber una relación, pues había entre ellas cosas que hoy me parecen nimias u otras que ya perdieron tanto su sentido para mí que, de atravesárseme en alguna lectura actual, las pasaría sin problemas. Sin embargo, para el que era yo en ese tiempo, fueron dignas de memoria.Lo importante fue, por tanto, la necesidad que este hallazgo doméstico me impuso de procurar reconstruir a un lector que hace unos veinte años leía Demian y marcaba con un visto bueno párrafos y frases. Ese lector no era yo. Sí era yo, pero un yo histórico, pretérito, olvidado. Como diría Neruda en ese manido verso: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.Me guardaré los resultados del experimento. Releí el libro enfocado no tanto en el relato como en las impresiones que el mismo me producía para averiguar, en un esfuerzo de anámnesis, las que pudo haberme dejado la primera vez. En otras palabras, la tarea que me propuse fue hacer vida, desde una perspectiva particular, lo que los filósofos y los juristas hermenéuticos proponen cuando afirman que todo empeño de interpretar un texto es un empeño de autointerpretación del intérprete.Por estos días ya no apostillo con los ambiguos signos de visto bueno, sino con varias letras cuyo significado se ha ido afinando con el tiempo. No es lo mismo señalar el lugar de una duda que el de una afirmación que nos parece aberrante, o bien la línea en que descubrimos un dato útil, una información conveniente, o en que vemos confirmado con mejores palabras lo que vagamente ya pensábamos por nosotros mismos. Además, ya no leo con voracidad, sino que soy fiel al adagio latino: non multum sed multa. No quiero leer muchos libros; quiero leer mucho. Así que, luego que cierro cada libro he adquirido la costumbre de escribir sobre él, ayudado por los signos que he dejado en el camino. Aunque sea un parrafito: siempre es bueno comentar, reseñar, criticar cada libro.
Así nos defendemos de la mala memoria y dejamos testimonio del lector que un día fuimos y que en el futuro ya no seremos, pues, según me dijo alguien que no recuerdo, lo que no está también en nosotros mismos, nos deja indiferentes.